domingo, 12 de abril de 2020

El ocaso de un héroe de otro tiempo


El ocaso de un héroe de otro tiempo – Carlos Ocaña Pérez

Eran las 6:30 de la mañana. Como cada día, después de tomar una pieza de fruta y unos huevos pasados por agua, saqué la silla de la cocina y me dispuse a salir a la terraza con mi tanque de café -cada vez con menos azúcar- a disfrutar del frescor de los primeros momentos de la mañana mientras reflexionaba sobre este tiempo atrás. Quizás me había acostumbrado a esa sosegada calma, a esas calles que piden a grito sordo voces que las llenen de vida, y quizás por eso, cada mañana buscaba esos 10 minutos de paz antes de que la ciudad despertara.
Debajo de mi casa, una cara curiosa asomó de entre las zarzas y los arbustos. Esta vez sólo estaba el blanco y naranja, el cual maullaba esperando que le echara un pedacito de jamón de york. Mientras sorbía, viendo como mi eventual compañero disfrutaba su apetitoso botín, me dio por pensar en la miseria de aquellos pobres diablos callejeros; recordaba cómo me afectaba de niño el mal ajeno y de cómo, con los años, una apática indolencia me llevó a aceptar el sufrimiento como una parte de nosotros y de que todo individuo debía cargar con sus propias penas, ese sentimiento me reconfortaba a la hora de no sentirme solo con las mías. Ese día tenía algo importante que hablar, así que mi mente fue disolviéndose como el vapor que salía de mi taza y volví a aquel día…
-Doctor Legazpi, el señor Galván solicita su presencia -dijo una voz a varios metros de distancia.
-Aquí tenemos mucho lío -respondí- hay que realojar a los pacientes ¿De qué se trata? Tenía programado verle más tarde.
-Vaya usted, de momento la cosa está tranquila, no se preocupe -contestó la enfermera- ya hay quien se ocupa de eso.
Dejé la ficha que tenía en la mano y la sustituí por la del señor Rodrigo Galván. Recorrí el ala sur de manera apresurada, en esos días todos íbamos con prisas; los enfermeros corrían de un lado a otro como chiquillos en un hotel y los bedeles trabajaban todo lo rápido que podían tratando de no obstaculizar las autopistas en las que se habían convertido los pasillos. Atravesé la sala de espera, donde las personas se amontonaban en cualquier hueco libre dando la sensación de estar en una terminal de autobuses de cualquier ciudad de américa a altas horas de la noche colmada por indigentes. Crucé la estancia entre toses, silencios y miradas apagadas que me acompañaban hasta el final de la travesía. De nada servía responder a sus miedos con una sonrisa, pues ni los ojos ni la boca podían verse tras los cristales y las mascarillas.
Subí las escaleras y llegué a la habitación 207.
-Buenos días doctor Galván, ¿cómo se encuentra usted hoy? -dije, tratando de que la visita me robara el mínimo tiempo posible.
Una mirada acerada se dirigió hacia mí lentamente.
-Buenos días doctor -respondió. Y antes de que yo pudiera decir nada al respecto, el octogenario doctor se incorporó y trató de quitarse la mascarilla que tenía comprimida sus sienes.
-No malgaste mi tiempo doctor, ni el suyo, que sin duda es más importante, y déjeme decirle el motivo por el que le he llamado –dijo mientras levantaba la mano para detenerme.
-De acuerdo, señor Galván -contesté.
–Gracias, llevo toda la noche sin pegar ojo. A mi edad ya con una cabezada entre horas basta, pero esta vez es por un motivo extraordinario. A veces -prosiguió- tomas una decisión en la vida y estás tan seguro de ella que tu propio cerebro la recrea una y otra vez, provocando esa sensación de satisfacción que no te deja dormir ¿Sabe a qué me refiero? -preguntó mientras arqueaba las cejas y miraba por la ventana.
-Sí, he vivido esa sensación a veces -la última vez fue la sorpresa que ideé para mi mujer por nuestro décimo aniversario de bodas, pensé, aunque no creí oportuno compartirlo con mi paciente.
-Quiero que me retire esta máquina -dijo, mirándome esta vez a los ojos.
-Señor Galván no puedo hacer eso, usted es…
-Sí, yo también fui médico y sé de lo que hablo, joven, no soy senil. Ustedes no conocen lo que va a ocurrir durante las próximas semanas aquí, mire como están las urgencias, ¡no disponen de material suficiente para atender a todos! – dijo mientras tosía.
Acerqué un vaso de agua y le coloqué la almohada en la espalda.
-Escúcheme -volvió a decir, mientras recuperaba el aliento- Esta situación yo ya la he vivido, fui médico voluntario en Gò-Công durante la guerra de Vietnam. Fuimos en misión de ayuda a la población civil, pero nunca nos prepararon para lo que allí ocurrió. Atendimos tanto a heridos survietnamitas, como norvietnamitas e incluso americanos. Yo mismo practiqué una vía a un paciente con mi propia sangre mientras le operaba. Ustedes van a tener que decidir quién vive y quién muere, no podrán salvarles a todos.
Sentí un miedo estremecedor. Pero el doctor Galván no me dio tiempo a más.
-Por favor, doctor, denle mi respirador a alguien más joven. Nosotros, los viejos, también tenemos que tomar la responsabilidad que nos ocupa en este momento. No se me ocurre una mejor manera de encarar la muerte que desafiarla ocupando el asiento de alguien que aún tiene mucho por vivir -rogó el viejo doctor.
Tardé unos instantes, agarré su mano y observé sus ojos cansados pero decididos.
-Veré que puedo hacer -dije.
Ojalá hubiera sido esa la decisión más difícil que tomé en aquellos días. Tras varios meses de incansable lucha y dolor, hoy hablaré con su hija de la que no se pudo despedir, aunque el señor Galván no esperó nada a cambio de darlo todo, tenía el deber, como único testigo, de contar el valor con el que decidió vivir sus últimos días.


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